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El Centro Histórico fue para los privilegiados

EL DIA EN QUE EL CENTRO HISTORICO FUE SITIADO

Cómo se privatizó el Zócalo

Viernes 24 de septiembre de 2010, por Julián Corvaglia

Eran las 7 y 45 de la noche cuando miles de personas al tratar de acceder a la Plaza de la Constitución, también conocida como la Plancha, se encontraron con carteles electrónicos luminosos que decían “Zocalo lleno”, cientos de policías impidiendo el paso y algunos con altavoz recomendando que la masa se dirigiera hacia el otro centro festivo: el Paseo de la Reforma.

Fueron en vano las recomendaciones de los gobernantes, presidente y jefe del Distrito Federal, para que la gente vea los festejos en su casa, frente al televisor o por Internet. Que incluyeron miles de llamadas telefónicas. Entre las grandes cantidades de personas que hacían hasta cinco cuadras de cola para ver si podrían entrar al Zócalo había mujeres con bebés, ancianos y niños.

En uno de los tantos retenes, en los cuales se apelmazaban (estrujaban) los ciudadanos frente a una valla y un cordón policial, hubo una joven que perdió la paciencia. Empezó a arengar a los presentes, sosteniendo que éramos más y si nos uníamos podíamos pasar a la fuerza, lo cual sonaba muy lógico. Agregó que “el centro cívico no es de los gobernantes, es del pueblo”, que “el centro no es de Slim”, y gritó: ¡Basta de militarización de la sociedad!

Otra señora alzó la voz para decir: ¡No sean caraduras, no dejen pasar a unos sí y a otros no! Tras ver cómo a los privilegiados que tenían gafetes, credenciales o pulseras oficiales se les abría el paso. Entre los que pudieron traspasar a los guardias de la zona céntrica se encontraron empleados de PEMEX, del Metro y vecinos que vivían dentro del perímetro acordonado. Entre el bullicio un policía gritó: ¡No empujen que sino vamos a empujar nosotros!

Hubo barreras al acceso en 115 puntos para evitar que al Zócalo ingresaran más de 50 mil personas. A pesar de ello, alrededor de 200 personas lograron derribar uno de los filtros ubicados en la calle 20 de Noviembre y acceder, tras lo cual se desplegó una nueva barrera de unos 50 granaderos escudados. Hubo golpes, vallas metálicas tiradas y corridas.
De las cinco barricadas que se colocaron hacia el primer cuadro de la capital, el de 5 de Febrero fue el último en cerrar, pero la gente insistió en tratar de pasar y empujó a los elementos de seguridad.

Cansados, llenos de frustración y bronca (enojo), quienes hicieron fila durante varias horas comenzaron a emprender la retirada a sus hogares o hacia algún punto del Paseo de la Reforma. Se fueron sin ver los espectáculos luminosos, sin oír más grito que alguno derivado de los intercambios verbales, subidos de tono, entre ciudadanos exacerbados y fuerzas de seguridad que evitaban su paso hacia el centro de los festejos bicentenarios.

Hubo personas que llegaron desde puntos alejados al Distrito Federal, y extranjeros, que no pudieron entrar al Zócalo, nunca imaginaron que no se iba a autorizar su libre tránsito hacia allí.

Los organizadores reconocieron un gasto de 45 millones de dólares para los festejos capitalinos, quizás demasiado para haber dejado a tantas personas con un sabor amargo.

La tan esperada ciudad de fiesta para muchas familias se convirtió en una fortaleza sitiada, ya que se les privó el derecho de festejar en el Centro Histórico de la Nación. Este quedó sólo para los privilegiados, muchos “invitados especiales” de la Presidencia y de las dependencias de gobierno, otros amigos y familiares de los burócratas.

Como sostuvo el periodista Salvador García Soto, fue “una especie de `privatización` del festejo en aras de la seguridad”. El populacho que lo vea por televisión, o por pantallas en los alrededores, mientras las autoridades deciden si el cupo está lleno y cuando se reservan el derecho de admisión.

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